Derogar todo lo que no sirve del mamotreto tributario, incluyendo los beneficios injustificados y todas las normas que generan confusión”.
Cada vez que hay un cambio de gobierno en Colombia se empieza a hablar de una reforma tributaria, como si este fuera un requisito indispensable en los programas de la gestión del nuevo mandatario. Y es que la costumbre se ha generalizado por diferentes razones o con diferentes pretextos, no solo cuando la situación económica del país lo requiere, sino cuando se trata de cumplir promesas o satisfacer al electorado; por ejemplo, el presente gobierno decretó una rebaja en la tarifa del impuesto sobre la renta de las sociedades, no bien se inició. Tal pareciera que ningún presidente se siente gobernando sin al menos una reforma tributaria en su período.
No sería tan nociva para el país esta costumbre, si las reformas obedecieran no sólo a las necesidades urgentes de ingresos fiscales, sino a estudios juiciosos, con alguna armonía y proyección hacia el futuro.
Por desgracia, la suma incalculable de modificaciones reiteradas a las disposiciones tributarias ha convertido el que dio en llamarse un ‘Estatuto Tributario’, en una masa informe, incoherente, farragosa y plagada además de excepciones y beneficios dirigidos, que rompen la equidad en un aspecto tan importante como las cargas tributarias. No han valido los innumerables estudios de los expertos ni las reiteradas recomendaciones de organismos internacionales para que se eliminen las injustificadas ventajas otorgadas caprichosamente en las denominadas reformas. En materia tributaria debería primar el equilibrio de las cargas, antes que las conquistas de los lagartos en las discusiones de los proyectos.
Si el gobierno que llega quisiera abordar el tema, no solo para salir del parto angustioso del equilibrio de las finanzas sino para racionalizar las normas, facilitar su consulta y evitar discrepancias entre la Administración y los contribuyentes, valdría la pena pensar en derogar todo lo que no sirve del mamotreto tributario, incluyendo los beneficios injustificados y todas las normas que generan confusión y dificultan la tarea de los contribuyentes y de la propia Administración Tributaria. Sería una reforma valiosa.
Hablando de las cosas buenas, se ha formado un verdadero plebiscito alrededor de la designación de José Antonio Ocampo como Ministro de Hacienda del gobierno entrante, cargo que afortunadamente aceptó asumir.
Nada más acertado ante los retos que enfrenta el país por las dificultades de su economía doméstica, agravadas con las amenazas que vive el mundo ante la invasión rusa. Se trata de un profesional a carta cabal, con una hoja de servicios impecable, gran experiencia en los cargos del Estado, en la academia y en sus grandes responsabilidades en las posiciones que ocupó en la Organización de las Naciones Unidas.
Ojalá los criterios en estos aspectos se mantengan, para que no tengamos que volver a vivir episodios de contaminación burocrática en entidades eminentemente técnicas, como pasó con la Junta del Banco de la República.
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